La primera vez que oí lo de “yo gano o aprendo” pensé, vaya frase molona. Luego, ese pequeño diablo que tengo alojado entre el parietal izquierdo y el lóbulo frontal empezó a rumiar frases lacerantes para soltarle al primero que viniera con la frasecita.
Así de contradictorio soy.
Ayer te dije que no podía enviar el audio y sigo igual. Así que voy a contarte una historia de mi niñez.
De chaval tuve un Spectrup 64. El 64 hace referencia a la memoria RAM de aquel pepino cósmico. 64K.
Igual era la ROM, nunca he entendido muy bien la diferencia.
Vamos, que el chip de tu tarjeta de crédito tiene más capacidad de memoria que aquel bicho con el que yo me tiré tardes enteras intentando rescatar princesas de castillos siniestros.
El Spectrum incorporó una novedad alucinante: los juegos se cargaban con una cinta de cassete.
Cintas que podían duplicarse en un invento místico con doble pletina.
Metías la original en un cubículo, la cinta virgen en otro, apretabas Play y Rec y… magia!
Unos minutos después tenías una copia idéntica de la cinta original.
La movida de ese tipo de formato era la siguiente: cargar un juego implicaba entre cinco y quince minutos de espera.
Le dabas al play y cruzabas los dedos para que nada fallara. Porque a veces la carga fallaba.
Mientras se cargaba el juego, el cassete profería unos melodiosos ruidillos: uiññññññ, crhcrhjjjjiiiiiiññññññ uññññiiiiññññcrcrjjjiñññññ
Así que si te gustaba mucho un juego te acababas aprendiendo cada ruidito y sabías cuando estaba a punto de terminar la carga.
Esa sí que es una habilidad interesante para la vida, no me digas que no.
Entonces llegaron los PCs y sus sistemas de carga casi instantáneos. A ver, instantáneos no eran, pero para los que veníamos de sistemas de carga analógicos, esperar dos o tres minutillos para ver aparecer a Guybrush Threepwood eran una maravilla.
Pero entre Windows e Internet se jodió todo.
Así que llegaron los guruses de Internet y diseñaron la barra de carga. Total, ya que tienes que esperar, al menos que la espera se haga entretenida.
Esto se lo leí a John Maeda hace años en un libro que me molestó profundamente porque prometía hablar de simplificación pero a mí me sonaba a adoctrinamiento.
El libro no hablaba de cómo simplificar los procesos para hacerlos más eficientes y reducir esos tiempos de carga, por ejemplo. No, el libro hablaba de cómo domesticar seres humanos ofreciendo información sobre tiempos de espera para hacer más llevadero ese tiempo que no cuenta como vida útil.
Si San Pedro existe, le voy a pedir una auditoría del tiempo que he estado esperando en colas para que me lo descuenten.
Y toda esta chapa que te acabo de colar para quejarme de los truquis de los diseñadores para que no te quejes por un servicio pobre en el fondo está pensada para entretenerte hasta que tenga operativa una conexión a internet decente y te pueda subir el audio prometido.
Si es que tengo un rostro de cemento armado.
Lección de hoy: diseñar procedos eficientes es vital en tu camino hacia el liderazgo.
La flexibilidad para ajustarlos y reaccionar cuando fallen es lo que marca la puta diferencia.