La mayoría de la gente se enreda vendiendo. Se enreda. Cuenta cosas que no vienen al caso, que si mira que equipazo tengo, que si te voy a poner setenta diapositivas sobre trabajos similares que vas a acabar deseando que esto fuera el pase de fotos de cuando tu cuñada volvió de crucero por el Mediterráneo que ligó con aquel mulato tan guapo, que ni era guapo ni ná, pero que a tu cuñada es que la volvía loquísima.
Se enredan.
La venta tiene que fluir, tiene que ser sencilla. A saber: qué vamos a hacer, cómo lo vamos a hacer, cuánto vamos a tardar, quién lo hará (y porqué tienen que ser esos y no otros), cuánto va a costar.
No necesariamente en ese orden, aunque ese es el orden que nos mola en los países hispanos.
Los anglosajones son más directos, no quieren cortejo, a cuánto el kilo de ternera y si me mola, me lo compro.
Hay una excepción.
Pero no sé si contártela. Porque luego todo el mundo se tira a por la excepción y luego les sale mal.
La excepción no se llama venta consultiva, no.
Ni venta compleja.
Tampoco.
La excepción es la venta parque de atracciones. Todo el mundo quiere ser Disneyland, pero solo Disneyland es Disneyland.
En Disneyland te hacen hacer una cola en un sitio que decoran tan bien que te mola estar haciendo cola. Aromatizan las atracciones. El paseo dura unos segundos y, cuando sales, ¡zasca! tienda para que te tires media hora más y acabes dejándote los euros, porque esa camiseta de Buzzlighgear como si fuera un personaje de Pulp Fiction solo se vende en la puñetera atracción de Toy Story y no te vas a chupar dos horas de cola para acabar en esa tienda precisamente.
Casi nadie te sabe llevar así por una oferta.
Te diría que no lo intentes, tú ofertas sencillitas, simplifica la venta.
Porque una venta parque de atracciones, mola, pero lo más probable es que acabe como el tren de la bruja: con un señor feo persiguiéndote con una escoba de juguete.